En los 80, la lectura de verano favorita de los niños eran los carteles de Frigo. Lo que nos interesaba a los críos era justo lo de debajo de la línea invisible, esa parte donde el marrón del chocolate y el blanco de la nata daban paso a un derroche cromático aplicado a las formas más inesperadas. Queríamos sentir el hielo en la boca y la escarcha en el esófago, devorar esas figuras juguetonas antes de que el sol las arruinase. Eran tiempos en los que muchos polos no solo parecían diseñados para niños, sino también por niños: ahí estaban el Frigodedo y el Frigopié, que a juzgar por su tono procedían de descuartizar dos cuerpos diferentes
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